Publicado: Guatemala, julio de 1981
¿Pueden existir los derechos humanos sin los derechos individuales? Manuel F. Ayau analiza la redistribución de la riqueza y cuestiona sus bases éticas. Ayau explora cómo las políticas redistributivas desvirtúan el verdadero significado de proteger al individuo bajo la máscara del bien común.
Al hablar de derechos humanos surge la interrogante referente a la congruencia o consistencia de la forma de enfocar el tema.
La duda consiste en determinar si existe un legítimo interés en proteger los derechos humanos o si son solo pases de muleta para mantener y promover actividades políticas que persiguen otras finalidades.
Por ejemplo, casi no se habla de derechos individuales, sino «humanos» y este solo hecho no parece ser exclusivamente por preferencia semántica. Tanto es así que hace algún tiempo al muñequito «Carlitos» (Charlie Brown) le ponían en boca: «Amo la humanidad; es a la gente a la que no aguanto».
Quizá hablar de derechos individuales suene a «individualismo» y por ello se utiliza el término «humanos». Pero el hecho en sí de hablar de derechos humanos, puesto que se trata de derechos que posee cada ser humano, presupone la prioridad del derecho individual sobre los supuestos «derechos» de «la sociedad».
No cabe hablar de derechos humanos si no nos referimos a derechos individuales, derechos que un grupo de personas, al cual llamamos «sociedad» no puede violar. Si una mayoría esclaviza, por ejemplo, a una minoría, aunque tal decisión sea mayoritaria, habrá violado el derecho de los individuos que componen esa minoría. Y ello es cierto aunque se quiera justificar «por el bien de la sociedad», o aunque la minoría de que se trata sea una sola persona.
Es decir, no es posible justificar, desde el punto de vista de derechos humanos, el privar coercitivamente a alguien del fruto honrado de su trabajo, para beneficio de otros (la esclavitud).
La frase anterior es correcta o incorrecta desde el punto de vista de ética de los derechos humanos. No existe tercera alternativa.
Es correcto el confiscar el fruto del trabajo que no es honrado, que se basó en el engaño, el fraude, o el incumplimiento de la ley. Pero, ¿ cabe, acaso, la transferencia coercitiva (confiscación) del fruto del trabajo honrado de alguien, para beneficio de otro?
Expresándolo en la forma anterior, nadie contestaría afirmativamente a esa pregunta, pues quien lo hiciera estaría negando en última instancia el derecho que cada ser humano tiene de sustentar su vida, ya que el origen del derecho al fruto del trabajo (físico o intelectual) tiene su fundamento en el derecho al sustento de la vida, en la propiedad que cada persona tiene de sus facultades productivas.
Desde el punto de vista práctico, nadie se opondría a lo anterior ni defendería el derecho de un grupo de personas (la sociedad) de confiscar lo que cualquier individuo adquiere como producto de su iniciativa o inventiva, o como resultado de un intercambio libre con otras personas, sin coerción o engaño.
Pero en lo que hoy se entiende por «diálogo», la semántica usada es metafísica, metahumana y vaga. Se habla de que la sociedad tiene derecho a redistribuir la riqueza.
¿Qué quiere decir esa frase, en términos francos y sencillos? ¿No tiene en el fondo una intención deshonesta y una incongruencia absoluta con la postura de la defensa de los derechos humanos?
En términos francos y sencillos, aquella frase quiere decir: un grupo que cuenta con el poder de usar la violencia (o de amenazar con ella) puede legítimamente confiar el fruto del trabajo de otros para beneficio propio o de terceros.
No se trata del producto del trabajo obtenido a base de fraude o coacción, pues para despojar a una persona de lo mal habido existe legislación penal. Pero las leyes que confiscan con el objeto de transferir o distribuir la riqueza de algunas personas se refieren exclusivamente a riqueza adquirida legítima y honradamente. A veces se trata de justificar la confiscación arguyendo que cualquier beneficio .individual grande se puede lograr solamente aprovechando circunstancias creadas por la sociedad; y que, por lo tanto, ese grupo de personas que llamamos sociedad tiene un derecho legítimo sobre cualquier beneficio, si es grande. Es decir, si la discriminación es por tamaño.
Pero la iniciativa o inventiva del ser humano es una característica propia de algún individuo, y no «social». No puede tener inventiva o iniciativa algo que sólo es un nombre que designa a un grupo de individuos: la sociedad. El grupo de individuos (la sociedad) tiene existencia conceptual solamente porque en él hay individuos que existen realmente en forma autónoma, independiente de si siguen formando parte del grupo o se convierten en ermitaños. No es como la familia, aparte de la cual no es posible el surgimiento de un individuo. El nuevo ser humano no es ni puede ser autónomo, por lo menos durante buena parte de su vida. Pero es diferente cuando se es miembro de un grupo, al que se pertenece voluntariamente, y por lo tanto, no se es cautivo o esclavo, y por ende sí se tiene independencia.
El individuo tiene derecho prioritario sobre el fruto de su trabajo. De lo contrario, no es libre y no tiene el derecho individual al sustento de su propia vida y se sostendrá con lo que se le permite guardar para sí. Vive por permiso y no por derecho.
Cuando la intención deliberada de alguna legislación es la transferencia de la riqueza, aunque se le revista con el ropaje de «justicia social», se está violando el derecho individual más importante: el derecho de vida. Se vive por licencia y no por derecho propio. Se tiene licencia para vivir y no derecho a la vida. El hombre no es dueño de su propio ser, de sus propias facultades.
Desde luego, todos los impuestos tienen que obtenerse coercitivamente, y en una democracia son establecidos por la «mayoría». Pero en una democracia que respete los derechos humanos, la mayoría tendría vedado establecer tasas impositivas discriminatorias que la mayoría le impone a cualquier minoría y que no la aceptaría para sí misma. Ningún criterio en que se base la discriminación puede destruir la validez moral del argumento que defendemos.
A la luz de que cualquier intento, disfrazado o no, de confiscar aquello que ha sido legítima y voluntariamente adquirido, con el fin deliberado de beneficiar a otros, constituye una violación a los derechos individuales, ¿hay alguien que tenga tranquila su conciencia cuando se muestra a favor de esa redistribución de riqueza?
Esta pregunta está más que justificada, pues paradójicamente, quienes abogan por los derechos humanos son los mismos que fomentan y justifican los intentos y las medidas de redistribución de la riqueza.